lunes, 30 de mayo de 2011

El Telón

Abro los ojos en una fábrica abandonada. Sólo ha sido un parpadeo para evitar que la imagen se grabe a fuego en mi retina. Los cristales de las ventanas están sucios, ennegreciendo todo aquello que queda al otro lado, dándole una apariencia distante. La lluvia de muchos años ha dejado una estela oxidada en los muros de hormigón, pero con un aire repentino y explosivo, como si alguien hiciese llorar a una mujer en su boda.

El tiempo a penas pasa. Mis recuerdos están tan desgastados que si los invocase una vez más, arderían como una vieja cinta de película. Solo sé que más allá de la verja, no existe nada. Estoy encerrado como una princesa esperando a ser rescatada, exiliada del País de las Hadas, fuera del alcance de la mágia.

La esperanza desaparece, los fantasmas se manifiestan con miedo a asustarme. Busco formas entre las sombras y agudizo mis oídos. Nada ocurre y me tranquilizo. El viento hace aullar las estructuras metálicas, obligándome a morderme el labio hasta sentir el sabor a hierro de mi sangre en la boca. Es la única forma de callar las voces.

Presto atención y los susurros se clarifican en mi interior, la Humanidad llora por haber fracasado. Mi alma ha sido demasiado exprimida como para odiarles por ello. Simplemente yo soy lo que queda y no me veo con la responsabilidad de resistir.

Fuera nada se mueve, a pesar del intenso azote del viento. Por un momento, una sacudida me atraviesa y el pánico me domina. Corro hacia la puerta principal para comprobar que nada ha entrado. Mientras inspecciono el hall principal, mis ojos se quedan en la entrada al comedor. Llenar un poco el estómago me vendrá bien.

Cojo unas galletas, ya están ligeramente rancias. Camino hacia la parte de atrás a ver si puedo encontrar algo más sólido. La oscuridad es demasiado intensa en las habitaciones interiores y según paso por delante de la nevera, me resbalo con el agua que se ha escapado. Maldigo los azulejos a la vez que voy siendo consciente de que me he golpeado la cabeza con el pico de la mesa.

Intento recuperarme, pero pierdo el equilibrio. Mis fuerzas se desvanecen rápidamente, a la vez que me doy cuenta de que ha llegado mi fin. No estoy de humor para enfadarme, intento arrepentirme de no haber sobrevivido pero no funciona. La garganta se me seca, preparándose para mi último aliento y mientras pienso que mi muerte es ridícula e indigna, se dibuja una sonrisa en mi cara.

El mundo se vino abajo mucho antes, pero es ahora cuando se cierra el telón.