lunes, 6 de octubre de 2008

Más vale solo que mal acompañado

Hoy según se llenaba el autobús esta mañana, intentaba evitar el disgusto de pensar que era lunes preguntándome cómo se sentiría una hamburguesa sabiendo que una vez fue algo compacto, íntegro, con forma y carácter propio pero se había esparcido mezclándose con otros cachos de carne para un final ciertamente desagradable. También me di cuenta que por otro lado, otros fragmentos de su ser estarían pensando lo mismo en otra hamburguesa y además, el resto de la hamburguesa a su vez pensaría que también una vez fue otro ser íntegro. La conclusión es que hay demasiados pensamientos redundantes entre la carne picada.
Mientras tanto, el autobús se llenaba hasta que en su límite de ocupación alguien se sentó conmigo. Tengo la sensación de que no soy un compañero de asiento agradable para el pasajero medio porque siempre mi vecina butaca es de las últimas en ocuparse. No tengo muy claro por qué. Parece ser independiente de si voy bien vestido o desarrapado, si tengo el morro torcido o una espléndida sonrisa, si leo o miro por la ventana…
Me gusta contemplar a la gente según entra y va mirando los sitios y sus ocupantes para decidir dónde se va a sentar. La gente busca:
a) ¿Un sitio cualquiera?
b) ¿Su plaza fija?
c) ¿Alguien que parezca contento?
d) ¿Alguien con buen aspecto físico?
e) ¿Alguien del sexo opuesto?
f) ¿Alguien bien vestido?
g) ¿Alguien de apariencia saludable?
h) ¿Alguien que tenga pinta de no oler mal?
i) ¿Alguien que no rebose de su asiento?
j) ¿Alguien de su misma raza?
Aunque preliminarmente, existen preferencias de zona puesto que la parte trasera es donde se supone que están los muchachos y los inmigrantes, mientras que las señoras de lo más alto de la clase media se sientan en las primeras filas como si se tratase de la cola de la pescadería.
Lo cierto es que a pesar de realizar el estudio cada mañana, sigo sin tener conclusiones claras. El estudio de zona parece cumplirse, pero más allá es un misterio. Personalmente, soy de plaza fija cuando el autobús está vacío, si no procuro sentarme lo más cerca de la puerta en la primera parte del autobús prefiriendo alguien que no invada mi asiento, que no huela mal, que no parezca tener intención de cotillear y preferiblemente de 30 a 40 años. También ligera preferencia por compañía femenina, salvo la discreción, generalmente, se ajustan mejor al perfil.
Volviendo a mi hamburguesa, me doy cuenta de que mi instinto augura una escasez de alimentos como única explicación a mi hambre insaciable y en ese instante, un señor mayor y corpulento, me hace compañía a falta de otra plaza libre. Lo malo del sujeto que ya está sentado es que no puede elegir con quien se sienta. Este individuo en concreto era extrañamente desagradable. El exceso de grasa siempre me ha producido un rechazo natural, pero lo sorprendente es que a pesar de mi pésimo sentido del olfato, podría reconocer la mezcla del olor a tabaco y a esa colonia de viejo imponente que te paraliza, no por su esplendor, si no porque esa divina fragancia estrangula el sistema nervioso. Desafortunadamente, conozco bien esa colonia. Por eso me veía en perfectas condiciones de imaginarme qué clase de hombre llevaría un pantalón fino con una camisa horrible, esa colonia en grandes cantidades y medio kilo de humo pegado a la ropa.
Lo único que está claro es que hay demasiada gente rodeándome por las mañanas y que más vale solo que mal acompañado.